Las palabras como herramientas


Existe una manera tradicional, y de sentido común, de pensar el lenguaje, entre otras cosas, como un medio de representación, es decir, como una manera de representar cómo es el mundo. Los predicados, por ejemplo, nos sirven para describir maneras en que las cosas pueden ser o no ser. Hay cosas que son verdes y otras que no lo son y la función del predicado “verde” es captar esta diferencia. El significado de “verde”, pues, es la propiedad que tienen las cosas verdes y que las distingue de las que no lo son. Consecuentamente, aprender el significado de “verde”, es adquiri la capacidad de usarla para marcar dicha diferencia.

En oposición a esta manera de concebir el lenguaje, filósofos del lenguaje ordinario como Wittgenstein o Strawson reconocen que el lenguaje tiene la función, entre otras, de ayudarnos a representar cómo es el mundo, pero rechazan la idea de que esto se logra meramente a través de una correspondencia directa entre palabra y realidad de tal manera  que, por ejemplo, a cada predicado le corresponda una propiedad y a cada nombre un objeto. En su lugar, proponen pensar al lenguaje en su uso. Esto significa, entre otras cosas, que cuando decimos que usamos al lenguaje para comunicar y representar al mundo lo que queremos decir es que comunicar y representar al mundo son cosas que los humanos hacemos con la ayuda del lenguaje, es decir, que las palabras son las herramientas que usamos para realizar esta tarea y como tales hay que pensarlas. En consecuencia, el significado de un predicado como “verde”, por ejemplo, no es la presunta propiedad que tienen las cosas verdes y que las distingue de las que no lo son, sino el uso que le damos a dicha palabra para distinguir unas cosas de otras. Como Charles Travis (1985) famosamente señaló, probablemente no haya ninguna propiedad que tengán en común una fruta cuando es verde, un semáforo cuando está en verde ni el planeta tierra que haga adecuado que les apliquemos el adjetivo “verde”.

Ahora bien, para entender cabalmente qué significa sostener que las palabras son herramientas, uno debe tener claro qué son y cómo funcionan las herramientas. Por ejemplo, si decimos que conocer el significado de una palabra es saber usarla como herramienta, esto significa que para poder desarrollar una teoría del significado de las palabras necesitamos saber qué implica saber usar una herramienta en general. Tomemos un ejemplo sencillo de herramienta: un martillo. Supongamos que alguien quiere enseñarle a otra persona a usar un martillo. Probablemente lo que haga sea demostrarle como se agarra, como se toma el clavo, y como se levanta para tomar fuerza y ejercerla sobre la cabeza del clavo para que este se inserte en la superifcie sobre la que queremos clavarlo, etc. Sin embargo, imaginemos que el aprendiz le pregunte a su maestro: “Muy bien, veo loque hiciste ahí, pero no me has dicho exactamente cuanta fuerza debo aplicar ni cuanto exactamente debo levantarlo, o siquiera me has dicho de qué tamaño deben ser los clavos.” Es posible que uno trate de resolver la preocupación del aprendiz explicando como es necesaria la suficiente fuerza para vencer la resistencia de la superficie a clavar o como diferentes tamaños y tipos de claves se usan para diferentes materiales y con diferentes funciones. Pero, ¿qué sucedería si el aprendiz insistiera en que fuéramos mas precisos? Uno podría decir, bueno, si insertas el clavo de manera perpendicular al grano de la madera, debes meterlo por lo menos 12 veces el valor de su diámetro, Por ejemplo, si usas un clavo de 4mm de diámetro, debes introducirlo en la madera por lo menos 4.8 centimetros. Si no penetra lo suficiente, la pieza se puede zafar, mientras que si lo introduces demasiado, la madera se puede partir.

Hasta aquí todo suena muy sensato. Sin embargo, es posible imaginar un extraño aprendiz que quisiera insistir en preguntar exactamente cuanto debe entrar del clavo en la madera. “Me hablas de ‘demasiado’ y ‘lo suficiente’, pero ¿exacatamente cuanto es eso? – puede insistir nuestro extraño aprendiz – ¿Debo introducirlo exactamente 12 veces su diametro?” En este caso es claro que uno nunca va a poder dar una respuesta absolutamente exacta a su aprendiz y va a llegar un momento en que deba reconocer que estas reglas son aproximadas y que o bien no hay tal cosa como la distancia exacta que el clavo deba introducirse a la manera o que si la hay uno no la conoce. Sería aun mas extraño, pero concebible que al escuchar esto el aprendiz concluya entonces que, en realidad, el maestro no sabe como usar el martillo, en tanto no sabe cuanto – es decir, exactamente cuanto – debe introducirse el clavo en la madera.
Aun peor sería si el aprendiz concluyera que el problema es con el martillo (y el clavo) y sostuviera que es inservible en tanto no se conoce su uso y que es necesario desarrollar una nueva herramienta, una especie de martillo perfecto, para el cual sí haya parametros exactos y conocidos de cuanta fuerza debe ejercerse, de qué tamaño debe ser el clavo, cuanto debe penetrar cada material, etc. 
Pero por supuesto que no hay ningún problema con el martillo ni con nuestro conocimiento de su uso. Sabemos usar el martillo aun cuando este conocimiento no pueda expresarse sino con reglas aproximadas. Cuando aprendemos a usar el martillo, como casi cualquier herramienta, no lo hacemos a través de reglas exactas, sino a através de una combinación de demostración de uso, adquisición de reglas aproximadas, ensayo y error.

Ahora bien, para los filósofos del lenguaje ordinario, la comunicación lingüística es como la carpinteria y las palabras son como los clavos y el martillo, nuestras herramientas. Para saber usarlas no necesitamos reglas precisas. Por ejemplo, no necesitamos saber a exactamente qué temperatura debe estar un objeto para saber si se le aplica la palabra “caliente” o no. No necesitamos saber exactamente qué tan lejos debe estar un objeto para decirle “ese” en vez de “este”, para decir que está “allá” en vez de “aquí”. Y si hubiera un objeto en esa area gris para la cual no tenemos claro si es apropiado decirle “aquí” o “allá”, basta con buscar otra manera de identificarlo, ya que para eso tenemos otras palabras y otros mecanismos. Sería igual de necio que el aprendiz de carpintero de nuestra historia anterior el filósofo que insistiera en reglas exactas para el uso de nuestras palabras.


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