Dos historias

Cuando era muy pequeña, cada domingo, después de misa, a mi novia la llevaba su madre a visitar a sus abuelos, los cuales vivían solos en una pequeña casa de piedra y teja. Como no tenían electricidad, la casa era muy oscura y tétrica para mi novia. Además, le servían siempre de comer sopa y, al abuelo, caldo de pollo. Para cuando llegaban a la casa de los abuelos, mi novia estaba ya en el segundo berrinche. El primero, porque la llevaban a fuerza a misa, y el segundo porque la llevaban a fuerza a ver a los abuelos. No quería ni saludarlos.

Cuando recién me mudé a los Estados Unidos, compartí departamento con una pianista que se especializaba en acompañar cantantes. Así me hice de dos muy buenas amigas que estudiaban ópera. De casualidad, ambas se llamaban "Amanda" (aunque a una de ellas le decíamos "Amy" y a la otra su hermana – pero sólo ella, por lo que yo sé – le decía “Mandy”). Compartí apartamento con una de ellas por unos meses. La otra, aunque terminó la carrera de canto, empezó a trabajar en un banco y terminó casándose con un hombre del pueblo en el que vivíamos, con quien se mudó al campo. A él le gustaba andar en motocicleta por las carreteras rurales. Nuestros conocidos mutuos decían que era una pena que hubiera dejado de cantar, pues era muy buena cantante, pero no les sorprendía la decisión porque sabían que ella misma venía de un pueblo pequeño. Tuvieron cinco hijos, pero al final ella decidió volver a cantar, lo cual me da muchísimo gusto. No le gustaba la vida de ama de casa y madre y extrañaba los escenarios. Con su marido hizo un grupo de blues y acaban de sacar un disco. Escúchenla cantar en el clip de arriba.

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